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lunes, 24 de julio de 2017

Prefacio : Recuérdame

Nueva York. 
National September 11 Memorial & Museum. 
11 de septiembre de 2011.

«Yo debí morir, no él». «Yo debí morir, no él» Era lo que mi mente repetía durante los últimos diez años. Aún podía cerrar los ojos y verlo frente a mí, sonriendo mientras me observaba con los ojos rebosantes de amor; lo sentía acariciando mi rostro como si nada hubiese sucedido, como si todo fuese una pesadilla. Él había sido mi todo, mi luz, mi sostén, mi vida entera… Mientras observaba a las familias acongojadas e intentaba mantenerme fuerte, no pude evitar evocar una de las pocas cosas que me quedaban de él… Mis recuerdos, sobre todo ese día, cuando nos vimos por primera vez.


 *** 

Torre Norte, World Trade Center Noviembre de 1998
  —¡Espera! —gritaron, colocando el pie justo antes de que el elevador se cerrara—. ¡Ups!, casi que no lo alcanzo. —Sonrió, mirándome detenidamente—. Soy Evan Coopers. —Extendió su mano—. Soy el mensajero de Shields Holding, piso noventa y cinco.
 —Alexandra… Jones. —Mi rostro se tiñó del color de la grana—. Trabajo en On The World.
 —¿El restaurante? —Asentí y él sonrió, mostrándome unos dientes blancos y parejos. 
—Sí. —Bajé la mirada a mis pies, no era buena hablando con nadie. Desde que decidí luchar por mis sueños, había sido una persona solitaria. 
Por unos momentos, el elevador quedó en silencio mientras ascendíamos. Lo sentí respirar mientras estiraba los brazos. 
—Mi jefe va a matarme si vuelvo a llegar tarde, pero es culpa de la universidad. —Lo miré interrogante—. Estudio Economía en la NYU, pero es una carrera complicada, consume casi todo mi tiempo, lo único bueno es que en un par de semestres acabaré la carrera y no le veré nunca más la cara de uva rancia a ese tipejo. —Él arrugó todo su rostro, haciéndome reír, justo en el momento que llegábamos a su piso. 
—Sonríe, nunca escondas tu carita. Eres muy bella, señorita Alexandra... —dijo antes de salir—. ¡Espero verte otra vez! —gritó antes que las puertas se cerraran. No pude dejar de pensar en él en todo el día, su cabello negro, sus ojos azules y su sonrisa.

 ***

 —¿Podemos escoger las flores, mami? —preguntó Maia, haciendo que saliera de mi estupor. Acaricié la carita de mi niña y asentí—. Ian quiere llevar lirios y yo no me olvides, ¿podemos tomar de las dos? —Sonreí, a pesar de que mi corazón lloraba, busqué en mi bolso el dinero para que comprara las flores. Mi niña de rizos oscuros me dio un gran abrazo antes de correr hacia su hermano. Evan la amaría. Él estaba destinado a ser el mejor padre del mundo. Era atento, devoto, cariñoso y tenía un carisma especial para con los niños. Suspiré, sintiendo la culpa apretarme el pecho, como en los últimos diez años desde el mismo momento en que la Torre Norte del World Trade Center se derrumbó, enterrando entre una nube de polvo y hierro retorcido a la mitad de mi alma.
¡Maldito Al Qaeda! ¡Maldito Bush!... ¡Maldita Guerra!... 
 No.
Ellos no habían tenido la culpa, él no se había devuelto al edificio por una orden de alguno de ellos, él se había devuelto por mí. La única culpable de que él no estuviera aquí era yo. ¡Solo yo!

 ***
Torre Norte. 
World Trade Center 11 de Septiembre de 2001
  —Hermosa como siempre, mi princesa —dijo, dándome una rosa. Era martes y esa era la flor del día. Los lunes eran claveles, los miércoles girasoles, los jueves lirios y los viernes gardenias. Así había sido desde que me empezó a cortejar—. Tengo examen en dos horas, el gruñón de mi jefe casi no concede el permiso, pero es la única hora en que el profesor de Macroeconomía puede atenderme. —Oprimió el botón para llamar el elevador—. Así que puedo acompañarte a recoger los exámenes que te practicaste. —Me dijo con su sonrisa ladeada. 
—¿Sabes que queda a dos manzanas de aquí? —Le dije riendo. Teníamos tres años de novios y hacía dos meses habíamos decidido vivir juntos, luego de que Evan se arrodillara frente a la escultura de Romeo y Julieta del Central Park y me propusiera que fuese su esposa, un domingo en la mañana, rodeados de extraños, un cielo azul radiante y el pequeño paraíso que encerraba la selva de cemento. 
—Lo sé, pero quiero que te sientas apoyada. ¿Jull te dio el permiso? 
—Sí, pero debo estar aquí en una hora. —Bueno, tenemos exactamente… —Miró su reloj—. Una hora antes de que tenga que volar hacia el metro. 
—No es necesa... Me cortó, colocándome uno de sus dedos sobre mis labios. 
—Sí lo es. —Me atrajo a sus brazos, posando un dulce beso en mi frente—. ¿Dónde está tu bolso, cariño? 
—No necesito mi bolso, solo mi identificación, y antes que me digas, ya la guardé, la tengo en el bolsillo. 
—¿Necesitas dinero?
 —El seguro cubre todo. 
 —Entonces vámonos antes de que Shields, cara de pie, me vea aquí y me despida. Si vamos a casarnos como Dios manda, tenemos que hacer una celebración como Dios manda y para eso hay que ahorrar.
 —No quiero una boda grande —dije, recostando mi cabeza en su pecho. 
—He estado pensando. —Me separé de su abrazo, esperando lo que debía decirme—. Si me compro una bicicleta, suprimiremos los gastos de transporte, al menos los míos, ese dinero sirve para la boda. 
—Evan… 
—¿Le dirás a tus padres? —Cambió el tema. 
—No. —Entramos al elevador —. Ellos no quieren saber de mí. 
—Pero... 
—Es mi boda, estaré feliz si solo estás tú. —Lo besé, ya que estábamos solos; fue un beso muy casto debido a la cámara de seguridad. 
—Podemos irnos a Las Vegas el fin de semana y que Elvis nos case. 
—Te amo, cariño, pero no me casaré frente a un Elvis 
—¿Un Cupido? —Tonto. —Lo golpeé. 
—Pero me amas. 
—Te amo. 
—Más te vale, me costó mucho conquistarte. —Lo golpeé de nuevo—. ¡Dios!, no nos casamos y ya me maltratas. —Se burló. 
—Eres un... —Me besó. 
—Un hombre guapo, maravilloso, bueno, bondadoso y humilde que te ama. —Alábate pollo que mañana te quemas... 
—¿No es te asan? —Se burló otra vez. 
—¡Eres imposible! —Volvió a besarme, esta vez más fuerte. 
—¡Evan! ¡Las cámaras! 
—Aguafiestas... —Fingió enojo. Las puertas del elevador se abrieron y un par de personas entraron, dejándonos atrás—. ¡Este saco me asfixia! —Soltó la corbata y se quitó el saco negro, agarró mi mano, acariciando los nudillos, mientras empezábamos a descender. Estábamos saliendo de la torre cuando me detuve abruptamente… 
—¡Diablos! —refunfuñé, recordando que había dejado mi celular cargando. Estaba esperando una llamada importante. No había querido decirle a Evan de mi conversación con el sacerdote de la iglesia cercana a nuestra casa. Quería casarme con él, no importaba la fiesta ni lo demás, lo único que quería era ser su esposa. De esa llamada, dependía que él se olvidara de la dichosa bicicleta. 
—¿Qué pasó? —Me preguntó frunciendo el ceño—. ¡Oh por Dios! ¿Qué olvidaste? —Se burló de mi mente de cacahuate. Siempre olvidaba algo en casa, en la oficina... 
—Se me quedó el celular. —Le dije, odiándome a mí misma. Yo y mi cabeza…—. Creo que mejor vas tú al examen y nos vemos a la hora del almuerzo. —Él negó con la cabeza. 
—¿Y es importante? Cariño, de veras quiero saber el resultado de esos exámenes. 
—Van a decir lo mismo de siempre, tengo anemia. Y en cuanto si es importante, lo es, estoy esperando una llamada. 
—¿Tengo que ponerme celoso? 
—¿Tú qué crees? 
—Creo que te amo. 
—Me atrajo a su cuerpo, deslizando sus manos por mi cintura. Coloqué mis brazos en su cuello, inclinándome para darme un beso fugaz—. ¿Dónde está?, yo voy por el aparato. 
—Debajo de la caja registradora, lo había puesto ahí porque estaba cargando la batería. 
—Okay, espérame aquí. Si Jull te ve, a lo mejor se molesta, yo tengo permiso hasta las once. 
—¿Te parece que compre algo de comer en Starbucks? No desayunaste mucho antes de salir de casa. —Me levantaste tarde, amorcito... —dijo burlón, entregándome su saco. 
—Tú no me dejaste dormir. —Lo acusé—. ¿Un bollo de canela y un expreso? —grité mientras él se encaminaba hacia la entrada. Dio un pequeño saltito y se regresó para darme un beso fugaz. 
 —Te amo. 
—También te amo. Ve rápido y vuelve a mí... 
—Siempre, bebé. —Volvió a besarme y luego corrió hacia la torre. Caminé hasta el café y pedí dos bollos de canela, un Frappuccino y un expreso. Estaba esperando mi pedido cuando mi mundo dio un giro de ciento ochenta grados. 
El estruendo resonó por cada lugar de Manhattan, un sonido que destrozó mi corazón. El caos se apoderó del lugar por varios minutos mientras las personas que estaban fuera señalaban las torres. Salí del local, sin importar los gritos y el caos que se vivía en las calles, y entonces lo vi. Quise gritar, correr, pero estaba muda, con los pies pegados a la tierra y la vista fija en la torre, en el humo y el fuego que salía de ella... La torre donde hacía pocos minutos Evan había entrado.

*** 

 —Mami. —Ian llegó a mi lado, sacándome de mis recuerdos. Tenía en sus manos un pequeño ramillete de lirios azules—. ¿Crees que a papá le gustarán? —Mis niños se parecían tanto a él, sus ojos, su color de cabello… eran un recordatorio constante de que una vez yo había encontrado el amor.
—Seguro, bebé. —Deslicé mis dedos entre sus cabellos, peinándolo un poco.
 —¡Vámonos ya, Mai! —gritó antes de empezar a andar hacia los relucientes estanques que contenían los nombres de las víctimas. El cuerpo de Evan no había sido hallado entre los hierros retorcidos y los escombros; así que, cada año, venía aquí, al lugar que se había convertido en un cementerio para muchos, dejaba un ramillete de flores y me reconectaba con el amor de mi vida. Sin importar lo doloroso que fuese. Pensaba que con el pasar de los años el dolor menguaría, la asfixia y la culpabilidad dejarían de latir en mi interior. No pude visitar el camposanto hasta cinco años después de la tragedia. Cinco años, cuando después de terapias, las pesadillas de ese espantoso día habían dejado de mortificarme, cuando me resigné a que él no estaría junto a mí, cuando me enfoqué en lo importante.
Quizá Evan ya no estaba junto a mí, pero estaban Ian y Maia y él vivía en cada sonrisa de mis pequeños. Una ligera brisa acarició mis cabellos. Cuando venía, sentía que cada soplar del viento, era una caricia de su parte para mi alma, una caricia que me pedía que dejara la culpabilidad, pero no podía. Vi a mis niños colocarse frente a la fuente donde hacía diez años atrás estaba ubicada la Torre Norte; ahora, un cajón tallado en mármol era lo que ocupaba el lugar. La tumba de Evan. La tumba de muchos.
Para los niños, esta era su primera vez, y hubiese desgarrado mi cuerpo antes de traerlos aquí, pero los años pasaban y, con ellos, mis niños crecían ansiando saber qué había sucedido con su padre, suplicando que los trajera, así que lo hice. Di un suspiro resignado y caminé hacia ellos, que hacían un buquecito con sus flores. El lugar estaba lleno, como siempre, y me entretuve leyendo los nombres grabados en piedra. Leí con calma cada nombre y mis ojos se anegaron en lágrimas cuando ubiqué al amor de mi vida entre el millar de personas. Respiré, obligándome a no derrumbarme. Tragué el nudo que obstaculizaba mi garganta, porque mis hijos no podían verme destrozada. Fue duro, difícil, me había desmoronado, caído una y otra vez, pero aquí estaba. Mis niños se acercaron a la inscripción, delineando con sus dedos el nombre de su padre.
Tomé aire nuevamente y me acerqué —Evan... Lo siento tanto, amor. —Era lo que decía todos los jodidos años. «¡Lo siento de verdad!» Una lágrima recorrió mi rostro y la limpié con el dorso de mi mano, abrazando a cada uno de mis niños, cerrando los ojos mientras susurraba una plegaria silenciosa: «Perdóname, amor» Había suficiente bullicio, el memorial había sido abierto por la mañana y todo el día había reunido a centenares de personas.
—¿Seguro que quieres ver? Es demasiado que veas eso allí. —La voz de la chica se escuchaba cansada—. Hemos repasado lo que eran las dos torres.
—Solo necesito estar más cerca. —Mi cuerpo entero se envaró al escuchar el melodioso tono de voz. No había escuchado ese timbre particular desde hacía diez años.
 —¡Darcy! ¡Dios, eres terco! Agradezco que aún no te acuerdes de todo, debiste ser terco en tu otra vida. Un sobreviviente… Los pocos afortunados que habían contado con suerte.
 —Solo un momento, Annie. Quizás recuerde algo.
—Mi piel erizó al escuchar la voz mucho más cerca—. Disculpe, señorita, podría... —Tocó mi hombro y una corriente extraña recorrió cada una de mis terminaciones nerviosas. Mi cuerpo recordó esa misma sensación cuando otras manos me tocaban. Me giré lentamente para observar al extraño. Él estaba ahí… Frente a mí… Y si esto era un sueño, no quería despertar jamás.

domingo, 4 de junio de 2017

Nueve Meses. Capitulo 1

La luz del sol me molestaba. Me giré en la cama buscando una mejor posición, pero, como fuese que me colocara, la claridad impactaba directamente en mi rostro. Dándome por vencida, entreabrí uno de mis ojos, todavía somnolienta, para mirar la hora en el reloj, ubicado sobre mi buró. Según su marca, estábamos casi a mediodía. «¡Demonios!». Era tardísimo. Intenté levantarme de la cama, pero mi cabeza palpitó fuertemente. Me recosté de nuevo y cerré los ojos, sintiendo mi cráneo partirse en dos. ¿Cuántos mojitos había bebido la noche anterior? «¡Detengan el mundo que quiero bajarme!». Conté hasta tres muy lentamente, antes de abrirlos una vez más y observar el hermoso techo en madera. «¿Madera? ¡Mierda!». Me senté en la cama, abriendo los ojos del todo. Justo en ese momento, me di cuenta de que estaba metida en un gran problema. Me encontraba desnuda. Había alguien en el baño, pues escuchaba el agua correr. Y esta no era mi casa. Como por arte de magia, la pregunta llegó a mí: «¿qué diablos hice anoche?». En ese mismo instante, escuché que el agua de la ducha dejaba de caer. «Que no panda el cúnico ». Traté de tranquilizarme, respirando varias veces. Necesitaba salir de aquí lo más rápido posible. Me levanté por completo, cubriendo mi cuerpo con una sábana, y di una rápida mirada a la habitación en la que me encontraba. No estaba en una habitación de hotel, ya que, aunque era bastante elegante, había detalles –como el vaso de agua a medio tomar que estaba sobre la mesa– que me hacían pensar que estaba en un departamento. «¡Diablos! Deja de psicoanalizar tanto y ¡empieza a moverte!». Me regañé a mí misma, mientras escaneaba la habitación con la mirada en busca de mi ropa; estaba a punto de darme por vencida cuando mi visión periférica halló mi sostén push-up en el pomo de la puerta. Obviando el rubor en mis mejillas, me enfoqué en colocármelo rápidamente. Necesitaba mis bragas y el vestido que Allegra me había prestado la noche anterior. Volví a observar la habitación, detenidamente, hasta encontrar la pequeña pieza de encaje negro, a un lado de la gran cama. Corrí hacia ella, y no pude evitar dar un pequeño gritito cuando vi que estaba hecha pedazos. ―Despertaste. ―Escuché una voz sensual detrás de mí. «¡No voltees. No voltees!», gritó mi yo interno, pero como anoche, cuando me dijo que era mala idea salir con Allegra y Mía, no le presté atención. Me giré lentamente, para encontrarme con quien podía catalogar como un espécimen perfecto. Cabello negro como la noche, ojos azules como dos zafiros, pómulos perfectos, labios carnosos, piel canela, pecho musculoso –sin rayar en lo exagerado–, piernas tonificadas y, ¡diablos!, ¡qué armamento! Sentí cómo la sangre se aglomeraba en mi cabeza. ―Umm ―carraspeó―. ¿Está todo en el lugar correcto? ―Si su físico era impresionante, su voz… ¡Joder!, su voz era dinamita en su mayor estado de pureza. Mi entrepierna se contrajo dolorosamente ante su extraño acento―. Porque a mí me gustaba más cuando no tenías ese sostén. Fue entonces cuando la realidad me impactó como una gran bola para demoler. Aquí estaba yo, Odi Miller, veintitrés años, medio desnuda, frente a la encarnación de “el David” de Miguel Ángel, en una casa que no era la mía, y con retazos de mis bragas negras de encaje en la mano. ―¡Oh! Las bragas son lindas, pero me temo que no sobrevivieron, tuve que romperlas… En mi defensa, puedo decir que tú me pedías a gritos que las arrancara ―dijo con una sonrisa ladeada―. Puedes ser muy peligrosa si te lo propones ―susurró. Agarré las sábanas, cubriéndome rápidamente de su hambrienta mirada. ―¡Ehh…! Este… Verás… Yo… ¡Genial! No podía formar una frase coherente. «Felicidades, señorita Miller, se ha ganado el premio a la idiota del mes». Sí, sí. Yo y mi sarcasmo. ―Dimitri Malinov, mucho gusto ―dijo, extendiéndome la mano, y por un momento, solo por un momento, me resistí. ¡Él era un extraño! «Un extraño que me tocó más que la mano anoche, pero al final un extraño». ―Ode… ―tartamudeé, tomando su mano. ―Odette Miller ―indicó él, marcando su acento extranjero―, estudiante de último semestre de medicina, veintitrés años, asistente en práctica del doctor Derrick Tatcher en la Fundación GEA. ―Abrí mis ojos, sorprendida. ¡El tipo era un acosador!―. Yo nunca meto a una extraña a mi cama, señorita Miller. ―Guiñó un ojo con coquetería. Ahora sí era oficial, «¡qué cunda el pánico señores!». Mi cara debió reflejar todo lo que pasaba por mi mente, porque él sonrió. ―No te haré daño, Odette. Quizás, si me lo permites, tal vez grites un poco, pero te aseguro que sólo será como anoche. «¡Diantres, diantres, diantres! ¿Qué rayos pasó anoche?». ―Ya regreso, iré por tu vestido, debió quedar… ―Fingió pensar, tomando su barbilla con sus dedos―, en algún lugar de la sala. ―Su mirada se paseó por todo mi cuerpo como un perro ansiando un hueso, luego negó con su cabeza, como aclarando sus ideas―. Preparo unos waffles exquisitos ¿te quedas a probarlos? Lo miré confundida por unos segundos, antes de aclarar mi cabeza y hablar: ―Necesito mi vestido. ―Ya lo traigo, preciosa. Salió de la habitación, envuelto con la pequeña toalla. Una vez sola, me senté en la cama, tratando de recordar. Su rostro se me hacía familiar; pero de algo estaba segura: ese chico no era de mi universidad, y nunca lo había visto en el hospital. No habían pasado ni cinco minutos, cuando el extraño volvió con mi vestido en la mano. ―Gra…gracias ―dije tomándolo. Lo vi caminar hasta el clóset y tomar un par de paquetes. ―Es nuevo, ya que estropeé tus bragas, es lo mínimo que puedo hacer por ti. Me dio una sonrisa de esas, que estaba segura, derretirían la Antártida con más rapidez que el calentamiento global, y luego salió de la habitación. Me coloqué el vestido rápidamente, y entré a su baño para quitar los restos de maquillaje y acomodar mi cabello, que gritaba que había tenido una noche de sexo a lo loco. «¿Qué estaba pensando cuando me dejé convencer por Allegra y Mía?». Cuando estuve presentable, salí, encontrándome al extraño en la cocina. Si tenía alguna duda de que esta era su casa, quedó disipada al verlo manipular las diferentes sartenes en la estufa. Se había colocado un pantalón de chándal, que colgaba pecaminosamente de sus caderas; su espalda era amplia y musculosa, adornada con un par de pecas; su cintura era angosta, y su trasero… «¡Cordero de Dios que quitas el pecado del mundo!». Carraspeé un poco antes de que él volteara y me viese mirándolo como una tonta. ―¡Mmm…! Creo que es hora de que me vaya, mi mamá… debe de estar preocupada ―mentí. ―Vives sola ―dijo sin mirarme―. Estoy preparando huevos con tocino y waffles con arándanos. Ya te sirvo. ―Ehh, bueno, técnicamente no vivo con mi mamá, pero la llamo temprano todos los días y… ―¡Joder, olía delicioso! «¡Huye, Odette!»―. Debo irme, ¿has visto mis zapatos? El extraño señaló con la espátula hacia el sofá, y luego la entrada de la puerta; en esos lugares se encontraban los costosos zapatos de Allegra. Le di una mirada avergonzada, y fui hacia ellos para calzármelos, pero las piernas me temblaban; su mirada azul penetrante parecía taladrarme la cabeza, así que opté por abrir la puerta y huir de ahí, cuando el extraño caminó hacia mí. Bajé las escaleras mientras lo escuchaba gritar mi nombre, sin embargo, no me siguió, y di gracias a Dios por ello, porque no hubiese podido soportar un minuto más dentro de ese departamento. Una vez en la avenida, tomé el primer taxi que se detuvo, alejándome de lo que sea que había hecho anoche, pero sobre todo, alejándome del extraño de ojos azules. Mientras recorría las calles de Nueva York, intenté acordarme de cómo me había liado con el extraño, pero fue inútil. Recordaba cuando Mía fue por mí al departamento, incluso, cuando llegamos a la discoteca y decidimos saltar a la pista de baile. El resto era un lienzo en blanco. Definitivamente, no volvería a beber en mi vida. Mi cuerpo dolía hasta en lugares que no tenía conocimiento del dolor. Decidí dejar de pensar en lo que fuese que hubiera hecho la noche anterior, y subí la mirada, para encontrarme con un par de gemas negras, mirando descaradamente mis piernas por el espejo retrovisor; recordé que no tenía bragas, ya que no me había puesto los bóxers que el extraño me había ofrecido. Le di una mirada furiosa al conductor mientras buscaba en mi cartera el dinero para cancelar el valor del servicio. Suspiré audiblemente al ver todos mis documentos y mi dinero en el monedero que papá me había dado antes de morir en ese asalto junto con mi madre, para mí era un tesoro. Cuando el taxi aparcó fuera de mi edificio, pagué el valor del servicio y corrí hasta llegar a la entrada. Necesitaba desesperadamente un par de Advil y una siesta junto con Ferb. Antes de llegar a mi departamento, toqué la puerta de Mía; ella por lo menos debía saber qué había sucedido la noche anterior. Me tomó tres golpes antes de escuchar la soñolienta voz de mi amiga. ―Odi… ―Mía se veía completamente destruida, su rímel se había corrido, y podía jurar que un hilillo de saliva se escurría por una esquina de su boca. Se acomodó el cabello y respiró―, ¿qué diablos haces tocando mi puerta como si nos hubiesen declarado la guerra? ―Se alejó de la entrada y la seguí dentro de su departamento―. La cabeza se me va a reventar ―dijo, tirándose al sofá. Me senté frente a ella, viéndola masajearse la sien. ―¿Qué pasó anoche? ―pregunté, al menos ella estaba en su casa. ―Stss, pasito, a ver… anoche… ―Cerró los ojos―, fuimos a Alcatraz, con Alle, pedimos una ronda de mojitos y... ―¿Y? ―pregunté esperanzada. ―Odi, princesa, tengo resaca. No puedo acordarme de más nada, creo que nos bebimos hasta el agua de la fuente que estaba en la entrada. ―Hizo un puchero gracioso antes de reacomodarse sobre el cojín―. Espera. Había tres chicos en la mesa que estaba en frente, eran guapísimos; uno tenía el cabello castaño, el otro era rubio, y el último era de cabello negro. Nos invitaron a su mesa, bailamos con ellos luego de que nos invitaron una ronda. Te vimos mientras bailábamos, pero luego desapareciste… ―¿Sabes dónde está Allegra? ―inquirí. ―Dormida en la habitación de huéspedes. ―Su mirada recorrió todo mi cuerpo mientras alzaba una de sus finas cejas―. Desapareciste ―pronunció, como si apenas cayese en cuenta―. ¿Dónde te metiste? «¡Finge demencia, Odette!». ―Anoche me sentí mal, sabes que no estoy acostumbrada a beber grandes cantidades de alcohol; las vi animadas disfrutando, así que no quise molestarlas. Salí, tomé un taxi y me vine a casa. ―¿Y por eso estás vestida con la misma ropa de anoche? ―Me quedé dormida en el sofá; cuando desperté, quise saber si habían llegado bien, entonces bajé a verlas. Eso me pasa por querer ser una buena amiga. ―Fingí indignación. «A este paso me iba a licenciar en actuación». Estaba a punto de irme, cuando Alle apareció por el pasillo, corriendo como si fuese perseguida por fantasmas, encerrándose con un sonoro portazo en el baño. Mía y yo nos miramos fijamente cuando la escuchamos vomitar, y apretamos nuestros estómagos para no salir a hacer lo mismo. Minutos después, un mechón de cabello negro se vio por la puerta del baño, Allegra se veía pálida, más de lo normal, con su mano derecha agarraba la cabeza, y con la izquierda su estómago. Caminó con lentitud hasta llegar al sofá junto a nosotras. ―Qué noche, ¿no? ―dijo en voz baja―. No recuerdo muy bien qué pasó, pero el cuerpo me dice que fue una noche bastante movida. Mi cabeza va a reventarse. ―Dejó caer su cuerpo al lado del de Mía. ―¡Tú tampoco te acuerdas de nada! ―Mi voz salió mucho más alta de lo que pretendía, tanto Mía como Allegra taparon sus oídos mientras me miraban mal. ―¡¿Qué es lo que te pasa?! ―Gruñó Alle en mi dirección, poniendo mala cara―. Recuerdo que estábamos bailando, que bebimos como locas, y después de la botella de vodka todo se vuelve confuso, pero sé que tú te desapareciste. ―Me sentí mal y me vine a casa. ―Según ella ―ironizó Mía―, estaba preocupada por nosotras, por eso vino a vernos. ―¡Ajam! ―El sarcasmo de Alle no me pasó desapercibido. ―Bueno, chicas, debo irme. Me da tranquilidad saber que están bien, tomen un par de aspirinas para sus dolores de cabeza, y recuerden estudiar un poco la última unidad de obstetricia. Mañana tendremos profesor nuevo, y estoy casi segura que va a intentar medir nuestras capacidades. Ambas se despidieron con un ademán y yo salí del lugar, antes de que la mentira sobre mi malestar fuese inútil, ante la curiosidad de mis amigas. Mientras caminaba hacia mi departamento, no podía dejar de pensar en el extraño con el cual había compartido una cama, «y más que eso». Abrí la puerta y Ferb me recibió con una suave caricia entre las piernas. ―Hola, amor mío ―dije mirando mi hermoso gatito de pelaje gris corto, y ojos grandes amarillos. Me había enamorado de él cuando lo vi seguirme desde el supermercado de la esquina, hacía ya casi ocho meses; lo amaba con cada pequeño latido de mi corazón―. Siento haberte dejado solo anoche. Me agaché, acariciando su cabeza un momento. Fui a la cocina y revisé su comida y agua, antes de ir a mi habitación. Me sentía cansada, y sin duda necesitaba un baño. Comencé a desnudarme, y mis ojos se abrieron con sorpresa cuando encontré las marcas en mi cintura y pechos. «¡Joder! ¿Qué hiciste, Odette?». Me fui al espejo de cuerpo completo, ubicado en el baño, y jadeé al encontrar más marcas oscuras en mi abdomen y muslos. ¿Quién era ese hombre, y qué tanto había hecho con mi cuerpo? ¿Conmigo? ¿Y si me drogó? Esa podría ser la causa por la cual no recordaba nada, ¿y si tenía alguna enfermedad de transmisión sexual? Me dolía la cabeza y ya no era por la resaca. Recordé la caja abierta de preservativos, que estaba justo al lado del reloj despertador. Automáticamente mi cuerpo se relajó. Me di una ducha rápida, y me preparé una taza de cereal como desayuno, intentando no pensar más en lo que había hecho la noche anterior. Una vez duchada y alimentada, me recosté en la cama junto con Ferb, y le di la bienvenida al mundo de los sueños. <<―¡Vamos a bailar! ―Mía nos tomó de la mano para ir hacia la pista de baile, que era el escenario del pub. Empezamos a movernos sensualmente entre las tres, hoy quería diversión, pero saltar y moverme como lo estaba haciendo en los impresionantes zapatos de doce centímetros de tacón, que Mía me había obligado a usar, era muy agotador y un verdadero peligro. ―Voy a sentarme un momento ―le dije a Allegra al oído. No habían pasado diez minutos cuando las chicas volvieron a nuestra mesa, miramos hacia la mesa de enfrente, observando seductoramente a los tres ejemplares dignos de revista que estaban sentados allí; sin duda alguna, había más alcohol que sangre en nuestras venas. ―Un ejemplar como ese es lo que necesito para mi próximo cumpleaños ―dije riendo, mientras veía al hombre de ojos azules levantar su copa y llevarla a sus labios. ―¿Quién diría que Odette también tiene fantasías oscuras? Alle me dio un toquecito con el codo. ―Vale, y una vez que termines con él o te aburras, lo mandas a bajar los dos pisos que separan nuestro apartamento. Mía juntó sus manos, rogando con un puchero adorable. ―No, Mía, creo que nunca me cansaría de él. ―Pues yo me conformo con uno de los meseros del área. Alle señaló al mesero que pasaba por nuestra mesa. ―¿Por qué carajo no nos tocó un mesero así? ―farfullé. ―¿Por qué somos pobres? ―ironizó Mía, encogiéndose de hombros. ―Pobres las pelotas del senador ―chilló Alle riendo. Uno de los meseros «culo lindo» ―como lo había apodado Allegra―, llegó hasta nuestra mesa colocando una nueva botella de Vodka y varias picadas. ―¿Tú ordenaste esto, Alle? ―Mía preguntó, antes de coger un mojito. Ella negó con la cabeza―. Oye, bonito, creo que te equivocaste de mesa, no hemos pedido nada. ―El señor Bronw ha enviado esto para ustedes ―dijo, señalando a alguien en la planta de arriba, pero no podíamos ver bien. ―Dile al señor… como se llame, que tenemos suficiente alcohol en la mesa. Alle alzó su mano mostrándole uno de los mojitos de tequila. ―Se lo haré saber, señoritas. El mesero se retiró mientras nosotras tomábamos nuestras copas para brindar. ―Por ser jóvenes, bonitas y, seguramente, muy exitosas ―dijo Allegra, chocando nuestras copas y dejándolas sin contenido. ―¡Baile, baile, baile! ―respondió Mía como niña pequeña, mientras nos volvía a tomar para lanzarnos de cabeza a la pista. Jlo y el rapero Pitbull, tenían a todos bailando al ritmo de On The Floor, mis caderas se movían al ritmo de la música, cuando sentí unas manos fuertes en ellas y un aliento cálido en mi cuello. ―Anda, bonita, sigue bailando así ―dijo. Su voz era tremendamente sexy, y un baile no se le negaba a nadie, ¿o sí? El extraño empezó a moverse conmigo y vi cómo los chicos de la mesa de enfrente se acercaban a Mía y a Alle. La canción se terminó y una nueva se dejó escuchar, me giré para seguir bailando con el desconocido; las luces me impedían detallarlo bien, pero era alto y olía delicioso. Pegué todo mi cuerpo al suyo, disfrutando de cómo se sentían lo músculos de su espalda debajo de su camisa. ―¡Oh!, eres peligrosa ―gimió en mi oído mientras se movía al compás de mis caderas. Sentí su lengua deslizarse por la piel de mi cuello, y mi cuerpo entero se calentó ante la caricia; sus manos se situaron en mi trasero, atrayéndome más hacia su ingle. Tenía que haberme separado, pero en cambio, lo dejé que me acercara cada vez más hasta que nuestras caderas se movieron juntas. Él se separó de mí, tomando mi mano, aproximó su rostro al mío y susurró con voz suave y lasciva: ―Acompáñame, preciosa… ―Y yo lo acompañé.>> **** Desperté completamente desorientada, con el corazón apretado contra mi pecho mientras respiraba entrecortadamente. ¡Yo había acompañado al extraño sin poner objeciones!... Me había comportado como una cualquiera. Respiré profundamente, la noche anterior hacía parte de mi pasado y no podría cambiar nada de lo que había sucedido, solo esperaba no haber contraído ningún tipo de enfermedad de trasmisión sexual y, si tenía suerte, nunca más volver a ver al extraño hombre de ojos azules. Pedí una pizza a domicilio y me dediqué el resto del día a estudiar; con el tiempo, esto solo sería un mal recuerdo. La mañana siguiente, el reloj sonó para recordarme que era un nuevo día. Me levanté rápidamente y, luego de una ducha exprés, busqué el overol de cirujano de la universidad, bajé al sótano mientras sacaba las llaves de mi Audi, mi hermano Mike me lo había regalado cuando entré a la universidad… Según él, por seguridad. Sabía que a mi hermanito le aterraba el hecho de que saliese de New Jersey y viniese sola a la gran ciudad. Desde la muerte de mis padres a manos de un asaltante cuando yo tenía ocho años, Mike se había portado como el hermano mayor que cualquier chica desearía tener. Era protector, amoroso, nadie pensaba que en esa masa de músculos se podía esconder el chico más cariñoso y tierno del mundo; y cuando se casó con Ashley, fue como si ella lo complementara. Mi hermano y mi cuñada se amaban tanto que solo verlos causaba un coma diabético, por lo empalagosos que eran… La campanilla del ascensor me sacó de mis pensamientos, caminé hasta mi auto mientras veía a las chicas esperándome. ―Hola, chicas, tienen mejor cara hoy. Mía me tendió un vaso con café. ―¡No entendemos! ―exclamó Mía. ―¿Qué no entienden? Abrí la puerta del coche y quité los seguros para que ellas entraran. ―Tomaste la misma cantidad de licor que nosotras y ayer estabas como si no hubieses tomado ni una gota ―dijo Alle. «Pues no es fácil despertar en la cama de un completo extraño y seguir como si nada». ―Eso es cierto, Odi. ¿Cómo haces para no tener resaca? ―¿Mucha agua? ―mentí―. Además, yo me vine antes, por lo que seguro bebí menos que ustedes. ―Intenté escucharme casual mientras encendía el coche―. Chicas, ¿alguna de ustedes reconocería a los chicos que estaban en frente de nuestra mesa el sábado? ―Yo solo recuerdo que estaban buenísimos ―dijo Mía desde la parte trasera del auto. ―¿Alguna consiguió sus datos: nombres, dirección, teléfono? ―pregunté―. ¿Saben si al menos van a la universidad? ―Nunca los he visto, pero la universidad es enorme ― respondió Allegra―. Y no le pregunto los datos a cada pareja de baile que conozco en un pub. ―No es como si hubiésemos pasado mucho tiempo con ellos, bailamos un par de canciones y luego se fueron, casualmente, tú también desapareciste. Eso de que viniste a casa… perdóname, pero no te creo ―refutó Mía. ―Pues fue lo que pasó, doctora Clayton. «Síp, ya me veo ganando el Oscar a mejor actriz». Llegamos a la universidad y nos encaminamos al auditorio donde sería nuestra clase de obstetricia con el nuevo profesor. Yo amaba al viejo doctor Strell, pero había llegado su tiempo de jubilarse y ahora debía descansar. Mía y Alle ocuparon sus lugares. Y, mientras el profesor llegaba, me senté sobre la mesa de espaldas al pizarrón para repasar un poco lo último que habíamos dado. Por un momento, me había olvidado de mi noche loca del sábado y ahora solo me importaba no quedar como una tonta, si el nuevo maestro decidía hacernos un exámen sorpresa. Estaba tan sumida en mi lectura que no noté que el auditorio quedó en completo silencio, luego escuché su voz. ―Buenos días, señoras y señores. Soy Dimitri Malinov, su nuevo profesor de Obstetricia… «¡TRÁGAME MUNDO!».